Un espeso campo da origen a uno de los tesoros que nos dejaron nuestros antepasados y del cual aún podemos disfrutar… el maíz. De este cereal se valen diariamente muchas familias colombianas para la elaboración de distintas comidas; dentro de ella se encuentra el ayaco, como una de las comidas típicas de algunas regiones del país, en las que se encuentra Santander.
En la ciudad de Bucaramanga, en uno de los barrios populares, vive una mujer de 42 años de edad, que ha dedicado parte de su vida a la elaboración de esta comida típica; es gracias a ella que pude escribir esta crónica, a través del seguimiento que puede hacerle.
Todo inicia a las 5:00 de la mañana cuando doña Mirian sale con su canasto, color amarillo con franjas rojas que alguna vez fue de su madre, y se dirige hacia la plaza de mercado central; una vez allí, y con algo de prisa, llega a uno de los locales del primer piso, en donde se dispone a comprar la base principal para la elaboración de los ayacos. Doña Amanda se encuentra sentada en un banco de madera con un tazón en medio de sus piernas, desprendiendo los granos de maíz que pasarán luego por la máquina de moler, que los convertirá en una masa de color amarillo. Esta vendedora de maíz asegura que lleva más de veinte años dedicada a la venta de este cereal. Una vez allí, doña Mirian dobla sus rodillas para escoger las hojas de la mazorca que servirán de envoltura para sus ayacos. Luego sube al tercer piso para comprar el pollo; ella no frecuenta siempre el mismo local, dice que va donde esté más barato y fresco. La plaza de mercado la conoce como si fuera su casa. Ya no recuerda cuantas veces ha visitado los más de diez locales, en donde además de comprar todo aquello que necesita, mantiene charlas amenas con los vendedores; de esta forma va terminando su paseo por este lugar donde priman la variedad de olores.
A fuera, un taxista alto, de piel morena y bigote, está de pie recostado a una de las puertas de su taxi, con una toalla un poco desteñida sobre sus hombros esperando a doña Mirian para llevarla hasta su casa. A las 8:17 de la mañana llega “el tiempo si se pasa volando”- dice – mirando el reloj café que lleva sobre su mano derecha, y cogiendo con la otra mano el canasto, que esta vez vuelve repleto. Descarga todo el mercado en las baldosas de la cocina y va a su cuarto a ponerse ropa cómoda, para empezar el proceso de elaboración. Esta experimentada cocinera va sacando una a una las cosas que compró mientras prende la radio y sintoniza la emisora que la acompaña todas las mañanas desde que se levanta, la FM.
Con un delantal de plástico color azul y un gorro de esos que usan los cirujanos, doña Mirian se alista para comenzar la elaboración de esta comida típica. Así pues, va agregando poco a poco cada uno de los elementos que va necesitando y los va mesclando con mucho cuidado, como el científico que prepara su experimento. Luego, condimenta el pollo; pone a cocinar el arroz, con algo de verdura picada; lava cuidadosamente las hojas de mazorca y limpia el mesón donde se llevará a cabo la elaboración del producto; pero antes de eso, ella debe llamar a sus clientes para confirmar la cantidad de ayacos que van a querer cada uno; de esta forma sabe con exactitud cuántos debe hacer.
Una vez con todo listo, dona Mirian y sus manos mágicas comienzan a armar los ayacos. Todo parece muy fácil, viéndolo desde afuera, pero es la gran experiencia la que le permite hacerlo con tanta precisión y rapidez. Una hoja de mazorca sobre el mesón abre sus puertas, esperando la llegada de sus invitados. La primera en llegar es la mazorca, con su vestido color amarillo acompañada de un galante pernil con un traje de paño; seguidamente, llega el arroz con un traje blanco y pulcro acompañado de distintas damas que entran agarradas a cada uno de los granos de este elegante cereal. Finamente la hoja cierras las puertas, anunciando que pronto se dará inicio al gran festejo. Eso es lo que yo voy imaginando, mientras la observo preparar cada uno de los ayacos.
Doña Miriam habla todo el tiempo, parece que necesitara hacerlo para poder cocinar; per no sólo habla, sino también silva algunas canciones, que aún no he logrado entender, a las aves que tiene en el patio trasero de la casa; ella dice que son una gran compañía además de Rufo y Manchas (el perro y el gato) a los que consiente como si fueran sus hijos. Cuando le dije que quería hacer una crónica sobre cómo se hacían los ayacos me contestó que eso no me iba a quedar bien hecho, que hiciera otra cosa mejor. En el fondo yo sentía que eso era lo que menos le importaba, su gran preocupación estaba fijada en qué tan detallada quedaría mi crónica que no fuera a revelar los pequeños secretos que usa para la preparación de esta comida.
Los ayacos están listos, doña Mirian coge algunas tuzas y hojas de mazorca para ponerlas en e fondo de la olla como una especie de cama; una ves listo, los pone dentro de ésta, les va vertiendo agua y finalmente los tapa para dejar que se cocinen.
Dos horas más tarde, Paty, como le dicen sus amigos, baja la olla del fogón y la destapa dejando salir ese aroma especial que caracteriza esta comida “quiere uno ya o deja que se enfríe un poco” –me dice – mientras coge la lista de los ayacos que debe repartir; asimismo, alista las bolsas plásticas en las que los empacará para que puedan llegar calientes a sus clientes y listos para comer.
El día va terminando y doña Mirian se sienta a hacer cuentas, feliz por los resultados obtenidos y con la satisfacción de mantener esa tradición santandereana, agradece aquello que le enseñó un día su madre.
“Mientras yo viva seguiré haciendo mis ayaquitos” – es lo que siempre dice mi mamá.
Excelente
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